Por el Prof. Dr. Francisco García Bazán

(Miembro Honorario de la Asociación Junguiana Argentina.)

Hace unos meses las autoridades organizadoras de la 33º Feria Internacional de Buenos Aires “El libro del autor al lector”, me convocaron  a compartir  junto con los dignos colegas y amigos que están presentes: Vicente Rubino, Antonio Las Heras ,Carlos Caporali, y la coordinación de Víctor Rodríguez Rossi, una mesa redonda  sobre “¿Revival  de los templarios, la masonería y las órdenes iniciáticas?”, me sentí complacido y agradecido por la invitación, pero al mismo tiempo admití el desafío que representa dar algún tipo de respuesta al cuestionamiento que encierra la temática del título.

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Y respondo frontalmente a la inquietud, para enseguida, dar una explicación más explícita. La pregunta obedece a una de las varias dudas apremiantes que desde hace cinco años ha venido disparando la lectura multitudinaria del arquetipo de novela postmoderna que es El Código Da Vinci, de Dan Brown, y mi respuesta a la pregunta es positiva, pero como un sí condicionado. Porque más allá de la función que la Orden del Priorato de Sión cumple en la novela de Dan Brown dentro del desarrollo de la ficción, ella ha incitado la curiosidad general para que se preste atención al espacio ineludible que las sociedades secretas e iniciáticas ocupan en la historia espiritual de la humanidad y, por lo tanto, a despertar la necesidad del estudio e investigación de un fenómeno que habitualmente es soslayado. Por otra parte, no me parece – y lo remarco –, que la incitación mencionada en relación con la teoría, haya, sin embargo, influido en el renacimiento histórico de nuevas formas de órdenes iniciáticas o secretas –salvo que hayan surgido sucedáneos con características profanas, como lo fueron en otros tiempos el Ku-klux-klan, el IRA e incluso la Mafia. Mi respuesta en este sentido es, pues, que no, salvo que mis colegas tengan superior información.

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Me voy a referir, por consiguiente, a aspectos del tema, que tienen que ver con su caracterización propia y su actualidad.

Me animo a sostener que todos nosotros veneramos las figuras al mismo tiempo históricas y ejemplares de Orfeo, Pitágoras, Empédocles, Apolonio de Tiana y Jesús el Nazareno.

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El perfil de todas ellas viene unido por un mismo hilo conductor: los cinco personajes son principios y fuentes de un mensaje, de una palabra potente y que orienta magistralmente a la humanidad hacia sus orígenes sagrados. Las cinco figuras son asimismo poseedoras de facultades extraordinarias que se manifiestan por la realización de prodigios, de obras maravillosas en relación con la naturaleza, los vivientes en general y los seres humanos; los cinco prototipos aludidos son también de origen divino y al abandonar la tierra sus cuerpos han desaparecido. Finalmente, todos ellos del mismo modo, han tenido la necesidad de transmitir sus enseñanzas íntegramente, es decir, como doctrina y actos rituales que autorrealizan a quien los cumple, en una comunidad que los conserva adecuadamente: los órficos, los pitagóricos, los órfico-pitagóricos, los platónicos pitagorizantes y los cristianos gnósticos.

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Lo que identifica, además, a estas comunidades que acabamos de mencionar es que todas ellas son esotéricas. Que todas ellas poseen enseñanzas y ritos que son secretos, o sea, no accesibles para las personas que son ajenas a los miembros de la asociación, y que son de naturaleza iniciática, vale decir, de autocumplimiento gradual, porque tanto el ingreso al grupo como las sucesivas etapas de cumplimiento constituyen grados de generación o regeneración espiritual, tanto subjetivo, perfeccionamiento del individuo que se inicia, como objetivo, inserción progresiva en un cuerpo colectivo que lo recibe y permite su progreso, la corporación iniciante. Los griegos llamaban a estos estados sucesivos, palingenesía: “nuevo nacimiento” – recuérdese precisamente el primer nombre de iniciación de René Guénon sacado de su mismo nombre exterior de bautizado, “Palingenius” o “renatus” en latín, “renacido”- . Los gnósticos perfectos, por su lado, llamaban a ese estado superior “Barbelognosis”, “conocimiento de Barbeló” igual a “conocimiento del Nombre (inefable) de Dios”.

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Pero ¿Cuáles son las razones que justifican lo que se ha descripto sobre el “secreto”? Son razones de naturaleza tanto histórica como de contenido cualitativo.

Como nos es familiar desde la Escuela Media las civilizaciones sumero-acádica, irano-persa, greco-macedónica, greco-egipcia, grecorromana y cristiana occidental, se han sucedido en el tiempo con sus diferentes panteones de dioses, rituales y teologías, pero en el seno de ellas se advierte el siguiente fenómeno: lo que para la cultura anterior y más antigua revestía el carácter más sagrado, cuando es sustituida por la nueva, se conserva y reaparece de manera subyacente, bien sea bajo la forma de subordinación y asimilación –los atributos de las divinidades antiguas e inclusos sus nombres, son absorbidos por las nuevas recibiendo éstas mayor potencia-  o bien se mantienen como sobrevivencias caducas y carentes de poder reconocido –supersticiones-. Sin embargo, cuando los poderes sagrados arcaicos se resisten y conservan la autonomía, quedan en la nueva cultura religiosa como fósiles que merecen particular veneración, pero de modo oculto y reservado. Es lo que sucede, por ejemplo, con el culto de los oráculos de la Pitia en el santuario de Delfos en Grecia, conviviendo ocultamente un residuo de una religión local más antigua, la religión de los cultos de la Madre Tierra, con la religión celeste y luminosa de Apolo. Una es telúrica, de lenguaje oscuro y profético (oracular) y la otra, brillante y mesurada.

Desde los tiempos prehistóricos, se puede afirmar, que lo que es religiosamente ancestral, más arcaico y completo, se conserva, aunque, apartado, reservado y especialmente cultivado en las manifestaciones religiosas nuevas: secreto, esoterismo e iniciación viven unidos y son tradicionalmente mantenidos.

Y tratándose de sociedades secretas presentes en la cultura antigua y proyectadas sobre la moderna y contemporánea debemos girar nuestra atención más hacia las que se denominan “ciencias tradicionales” como las estudió epistemológicamente en nuestro medio Armando Asti Vera, que a los llamados “cultos de misterio” que no sobrepasaron a la Antigüedad Tardía.

Nos referimos a la cosmología, a la astrología, a la alquimia y a la magia, que se cultivaban plenamente en los tiempos helenísticos fuera de los ámbitos oficiales, cuando iban creciendo en el Museo de Alejandría las matrices de las que serían las futuras ciencias particulares o profanas.

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Me detendré brevemente en la magia como “ciencia tradicional” por ser el ejemplo más ilustrativo para la ocasión y al mismo tiempo la ciencia y técnica tradicional más antigua y resistente a los cambios.

La clase de los sanadores u hombres médicos ocupan un lugar de privilegio en las sociedades arcaicas siendo al mismo tiempo sacerdotes y sabios y habiendo recibido sus habilidades por tradición oral y técnicas sagradas. Cuando la denominación específica “mago” (magu), aparece entre los iranios, quiere decir “los que poseen” el don (maga) y son los sacerdotes seguidores de la tradición del zaotar Zarathustra –los magavan-, posteriormente ministros que mantienen el culto del fuego en la corte de los aqueménidas, que más tarde por conflictos políticos caerán en desgracia, emigrarán a Babilonia y se fundirán con el clero que ejercitaba la astronomía. Estos magos caldeos son conocidos en todo el Próximo Oriente Antiguo, y antes acompañando como asesores en sus campañas de conquista a Jerjes –por ejemplo el famoso mago Ostanes, el que después de la derrota de Salamina quedó entre los griegos y fue maestro de Demócrito- y a Darío. Después de las Guerras Médicas sus funciones y prácticas cayeron en desprestigio entre la intelectualidad ateniense como resultado de la propaganda política antipersa como simples ejecutores de encantos, hechizos y conjuros -como lo afirma Plotino-, simplemente naturales y disociados de la cosmología y de la astrología. Pero con sólo echar una mirada hacia atrás se observa que estos ataques son bastante artificiales, puesto que la magia en Grecia antes de las guerras médicas ha sido muy respetada por su eficacia, basta recordar el libro X de la Odisea y el episodio de la maga Circe y Ulises a cuyos encantos y hechizos sólo él supo sustraerse por la ingestión de la hierba molý provista por Hermes, quedando parte de sus compañeros transformados en cerdos prisioneros de los encantamientos de la hechicera.

El mago

Si miramos hacia el Egipto, crisol de culturas, sin embargo, la magia se mantiene como ciencia tradicional estricta, inseparable de la alquimia, la astrología y la cosmología. De este modo se ha proyectado de los siglos II a. de C. al IV d. de Cristo en el mundo helenístico como se comprueba por los papiros mágicos en griego, con difusión más extensa en los óstraca y con superior legitimidad en los papiros mágicos en copto y demótico en los que se descubre el auténtico poder que es propio de los nombres y las fórmulas mágicas. Es aquí en donde es posible observar que la eficacia de las fórmulas, de los conjuros, de las figurillas, talismanes y amuletos, sólo se puede practicar en un ámbito tradicional y secreto. En asociaciones hieráticas que fieles a las enseñanzas y ritos tradicionales conservan intacta su plenitud, para que puedan ser eficaces. Al contrario, las distorsiones originadas en las simplificaciones limitan el ejercicio y contundencia de la potencia sagrada, que desligada del vehículo o envoltura dinámica pierde efectividad.

Si, por otro lado, transportamos este cuadro general brevemente descripto al marco de los orígenes cristianos, el descrédito es superior, aunque se pueden confirmar dos comprobaciones: no sólo el acultamiento que padeció el secreto y su potencia inherente en los primeros testimonios cristianos, sino también su negación interpretativa y, más tarde, su profanación histórica.

Los Hechos de los Apóstoles son prueba de lo últimamente dicho, puesto que al relatar el ingreso de la Iglesia católica naciente en el mundo grecorromano combate a la magia en esos tiempos florecientes y a los magos que la ejercitan, con la pretensión de que la nueva religión es superior a sus creencias y a sus prácticas y de este modo la domina, por más que el mismo Jesús haya sido señalado como “mago” por la literatura rabínica y algunos adversarios del cristianismo y posteriormente los papiros mágicos en griego muestren múltiples testimonios de papiros mágicos cristianos.

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Pero los mismos textos evangélicos del N. T. transmiten pasajes cuyo contenido si no es a la luz de la transmisión secreta y los niveles de enseñanza y autorrealización dentro de la comunidad que implican, carecen de sentido.

La clave de bóveda de estos textos que con precisión se pueden catalogar de esotéricos, son las palabras mismas de Jesús, un pasaje que es unánime dentro de los evangelios sinópticos a Mt y Lc y que igualmente muestra su antigüedad al subyacer a ellos como perteneciente al Documento Q:

«Todo me ha sido entregado (paredóthe) por mi Padre, y nadie conoce (ginóskei) bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (apokalýpsai)» (Mt 11, 27;  Lc 10,22, Q 10,22) –Ver Jesús el Nazareno, 272-273).

El Evangelio de Marcos fiel en este punto a tradiciones cristianas protocatólicas muy antiguas tampoco ha borrado esta particularidad en su texto puesto que ha dejado escrito refiriéndose a Jesús y sus seguidores más próximos:

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«Cuando se quedó a solas los que le seguían a una con los doce le preguntaron sobre las parábolas. Él les dijo: “A vosotros os he dado el misterio (mystérion) del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se le presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone”» (Mc 4, 10-12).

En una síntesis contundente posterior del mismo Evangelista, viene la confirmación plena de lo previamente afirmado:

«No les hablaba sin parábolas, pero a sus propios discípulos se lo desataba todo (epelýe pánta) en privado» (Mc 4,34).

La parábola es una figura simbólica que tiene autonomía lingüística propia, no es un símil ni comparación que sirva para enseñar, sino un símbolo para convertir o transformar la intimidad del que tiene “oídos para oír” y que así no puede simplemente girar para tratar de entender, sino modificarse plenamente, experimentar el misterio, alcanzar un nuevo estado espiritual, que está reservado a los pocos. Por eso la parábola debe escapar de la administración de los muchos que simplemente la quisieran entender, y es liberada a los íntimos. El verbo epilýo y el sustantivo epílysis que son los empleados, no quieren decir “explicar” o “explicación”, como traducen las Biblias actuales a partir del latín de la Vulgata dissero-dissertatio”, sino “liberar”, “desatar”, pasar de un estado de atadura a otro de liberación, que es lo que se experimenta o cumple en un misterio. Hasta podríamos hablar de “exposición” o “interpretación” (hermeneía), aunque en el sentido fuerte del vocablo, como declara la sentencia 1a del Evangelio de Tomás de Nag-Hammadi: «El que encuentre la interpretación de estos dichos no experimentará la muerte».

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He querido describir algunos elementos que son constitutivos propios de las órdenes iniciáticas –de su estructura institucional y de sus miembros-, simplemente para invitar a la audiencia después de escuchar las indicaciones que asimismo proporcionarán mis colegas a reflexionar, si en el presente en nuestra actual civilización contemporánea se dan las condiciones que permitirían la reanimación de este tipo de asociaciones que son secretas justamente por sus exigencias de intrínseca sacralidad.

Ex Director del Centro de Investigaciones en Filosofía e Historia de las Religiones de la UAJF Kennedy. Investigador Superior del CONICET